30 julio 2007

Cuentacuentos 41: No hay mayor desprecio que no hacer aprecio

"No hay mayor desprecio que no hacer aprecio"

Me lo decía mi madre cuando llegaba del colegio frustrada porque algún compañero se reía de mí por ser la más bajita de la clase.
Y yo pensaba "Sí, claro".

"No hay mayor desprecio que no hacer aprecio"

Supongo que es lo que piensan las cuatro señoras que sentadas en una terracita ignoran a la mujer que con un cartelito en la mano, y una expresión en la cara mezcla de aburrimiento y desafío, las contempla.
La veo desde lejos, no se mueve, el cartel es de esos que las mafias fabrican en serie, de los que te informan de que tiene nosecuantos hijos y que no tiene con qué criarlos.
Sigue en la misma postura cuando yo paso de largo, en todo ese rato, ninguna de las cuatro señoras la mira, ninguna se digna a decirle siquiera un magro "No".

"No hay mayor desprecio que no hacer aprecio"

En el parque juegan unos niños a la pelota, deben ser hermanos porque van todos conjuntados, mismos colores, mismo modelo de zapatos, mismo caballito en las camisetas.
Se acerca a ellos otro niño, con otros zapatos, otra ropa, les pregunta si puede jugar con ellos.
El mayor de los de la pelota le mira de arriba a abajo, nunca he visto tanto desprecio en unos ojos tan jóvenes.
No le contesta, no le vuelve a mirar, sigue jugando con sus hermanos, que estratégicamente han dado la espalda al nuevo.

"No hay mayor desprecio que no hacer aprecio"

En una fiesta, veo una chica al fondo, conozco su mirada, es triste, yo la he tenido así una vez, hace tiempo, busco en la dirección hacia la que mira. Hay una parejita bailando muy pegados, juraría que hace pocas semanas vi ese mismo chaval abrazado a la chica triste, aunque en aquel momento ella tenía toda la luz de las estrellas en sus ojos. El chaval mira a la chica triste, juro que pude sentir el frío que transmitían sus ojos, juro que la vi estremecerse.

"No hay mayor desprecio que no hacer aprecio"

Finalmente, mamá, tendré que darte la razón.


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23 julio 2007

Cuentacuentos 40: Le temblaban las manos cuando tuvo que elegir


Le temblaban las manos cuando tuvo que elegir
cual de las dos llevarse.
Y además notaba como estaba empezando a sudar copiosamente, como siempre que se convertía en el centro de atención de un grupo de más de cuatro personas.
Y allí, para su desdicha, había unas siete personas pendientes de la elección que iba a tomar.

Había entrado tranquilo porque no había nadie en el establecimiento, y el pedido que tenía que hacer era de lo más sencillo. Solo debía decir qué deseaba llevarse, que lo cogiesen de su anaquel, lo envolviesen, lo cobrasen y listo.

Muy fácil... demasiado fácil.

Nada más llegar al mostrador, detrás de él entró una señora carirredonda, con un peinado muy cardado por arriba, con un señor que se agarraba con una mano la parte derecha de la cara, con una gran mueca de dolor.

Inspiró hondo y se tranquilizó, no pasaba nada.

Entonces y antes de que saliera nadie a atenderle desde la trastienda, volvieron a sonar las campanillas de la entrada, dando paso esta vez a una mujer embarazada con un niño de la mano que no dejaba de quejarse de que le dolía mucho "la pincha" que le había puesto el "meco".

Justo en aquel instante fue cuando entre las estanterías apareció la farmacéutica, como si esperase a que hubiese al menos tres clientes para hacer menos viajes.

Ya notaba como finas perlas de sudor se formaban en sus sienes, pero se dijo a sí mismo que podía hacerlo, era fácil era muy fácil.

Armándose de todo el valor que pudo encontrar entre las partículas de su valentía que se habían dado a la fuga con la entrada de la embarazada, le pidió a la farmacéutica lo que había ido a buscar. La embarazada sonrió, la vio reflejada en el pequeño espejo que había en el mostrador.

Ya estaba hecho, ahora ella lo traería, él lo pagaría y se podría ir de allí.

Y antes de que la mujer pudiese decir nada, volvieron a tintinear las campanillas, y un nuevo cliente entró a la farmacia.

Un señor mayor que ya entraba quejándose de la enorme cola que había, y detrás, el que debía ser su amigo, puesto que trataba de tranquilizarle.

Las pequeñas gotas de sudor se convirtieron en finos hilillos, y cuando la farmacéutica le dijo que si quería una la caja de siempre o si prefería probar una nueva gama que había llegado y que estaban teniendo una gran acogida entre la gente de su edad, notó como la boca se le secaba.

El niño empezó a llorar y notaba en la nuca la respiración entrecortada del hombre del flemón, el anciano seguía protestando, ahora sobre la juventud de hoy en día que no sabía decidirse, y la madre embarazada soltó una risita.

Demasiado fácil, había creído que sería demasiado fácil.

No sabía qué decir, y sentía clavadas en él las miradas de cinco adultos mientras la farmacéutica le mostraba las dos cajas, una en cada mano diciéndole que el sabor de la nueva gama era mucho mejor por lo que a los jóvenes les resultaba mucho más agradable.

Tenía que salir de allí rápido, necesitaba aire.

Fue en el momento en el que volvieron a repicar las campanitas cuando soltó atropelladamente su respuesta, la farmacéutica le miró y le pidió disculpas, no le había oído con el ruido de la calle.

Y lo repitió a grito pelado, presa del nerviosismo, con lo que la joven que entraba en ese momento se quedó asombrada mirándole mientras la embarazada reía ya a carcajadas.

Y una vez hubo salido a toda prisa de la farmacia con su caja en la mano, le dio tiempo a oír a la mujer del cardado mientras se cerraba la puerta:
"Hay que ver la que montan los jóvenes por unas aspirinas, si llega a querer comprar condones no sé qué habría hecho".


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16 julio 2007

Cuentacuentos 39: La fábrica de sueños cerró por vacaciones

La fábrica de sueños cerró por vacaciones una tarde de verano.
Era algo inaudito, el hecho de que cerrase sus puertas durante quince días había provocado un gran revuelo.
Los ancianos del lugar no dejaban de mascullar sus quejas, y los "En mis tiempos esto no pasaba" y los "Esto es el fin del mundo" se repetían por todas las esquinas.
Y la verdad es que nadie estaba muy seguro de como iba a acabar aquello. Si la fábrica de sueños no producía... ¿como iban a poder soñar?

Todo había comenzado con la llegada de un extranjero. Había traído unas extrañas ideas sobre sindicatos, horarios, salarios dignos y períodos de vacaciones.
Uno a uno se había ido ganando la confianza y el respeto de los trabajadores, que en todas las fábricas habían exigido la mejora de sus condiciones laborales.
Una a una, las fábricas no habían podido evitar el cambio, las huelgas se sucedían, y los disturbios ponían en peligro la estabilidad económica del país.

En todas las fábricas excepto en una, en la de Sueños. Todo el mundo daba por supuesto que aquella factoría no podía permitirse el lujo de parar la producción, alguien tenía que fabricar los sueños, y si cerraban ¿quien lo haría? No se trataba ya de un problema económico, sino de algo mucho más profundo.

Todos se sabían de memoria las viejas historias de cómo habían sido los años de la gran guerra, cuando la fábrica había sido bombardeada. Nadie soñaba, el mundo se volvía más y más gris, y todos habían estado a punto de ceder al desánimo producido por el combate, incluso los niños, que encontraban la alegría en cualquier rincón habían perdido la ilusión. Y todo había seguido así hasta que al acabar la guerra la fábrica fue reconstruida.
Eso no podía volver a pasar, y menos por las patrañas sindicalistas de un desconocido.

La fábrica aguantó la presión unos meses, pero finalmente las amenazas encubiertas de otros empresarios, hicieron que se tomase la difícil decisión, y una tarde se anunció el cierre por vacaciones.
Durante los primeros días el nerviosismo se palpó en cada rincón del pequeño país. Mañana tras mañana se confirmaron los presagios, la gente no soñaba nada, se pasaban la noche en blanco, y en las calles se empezaron a oír quejas.

Al sexto día, media población estaba convencida de que la fábrica tenía que volver a abrir, necesitaban sueños.

Pero al séptimo, ocurrió algo que nadie esperaba, algunos niños comenzaron a soñar, y en la frontera del país, un desconocido extranjero sonrió y cruzó al siguiente país en su lista.



Ufff, a ver qué tal os parece! más en Cuentacuentos donde no necesitamos una fábrica que nos ayude a soñar.

13 julio 2007

Cuentacuentos 38: Los hombros del ángel...

Los hombros del ángel se estremecían mientras lloraba, y cuanto más pensaba en ello más lágrimas rodaban por sus mejillas.

Los ángeles no lloran, no dejaba de repetírselo.
Los ángeles son perfectos, no sienten tristeza.

Y sin embargo sus ojos estaban inundados de agua, y además sentía algo muy extraño dentro del pecho, algo que no sabía como explicar.

El ángel pensaba en los humanos; ellos sí podían sentir pena, igual que sentían dolor. La pena, esa maravilla que chorreaba en gotas claras por la cara, o el dolor, aquello que a veces caía en gotas oscuras por un brazo herido. Cosas como esas, que hacían de los humanos un misterio más allá del alcance de una poderosa mente angelical.

Esos seres extraños, tan parecidos a ellos pero a la vez con todas las debilidades propias de los animales… Se decía que Dios los había hecho defectuosos, les había hecho sentir pena y dolor, llorar y sangrar; pero ni siquiera los grandes arcángeles, los más cercanos a Él, habían logrado aventurar por qué lo había hecho de ese modo. No se podía entender que habiendo ya seres perfectos en el cielo, fuera necesaria esa impureza sobre la tierra. Nadie afirmaría que se trataba de un error en la creación, pero ninguno de ellos veía tampoco el acierto.

Ángeles de todos los estratos del cielo habían observado durante milenios a aquellos extraños seres, tratando de penetrar sus mentes, de atrapar sus sentimientos o percibir lo que captaban sus sentidos. Ni los propios ángeles guardianes, los más cercanos a los hombres, eran capaces de explicar la profunda maravilla de su imperfección.

Los humanos eran transparentes a su mirada, pero no menos incomprensibles, y todo ser celestial albergaba en su interior un deseo extraño, casi incómodo, de llegar un día a traspasar el secreto de la humanidad.

Y ahora a él, de pronto, le llovían los ojos, y sentía una presión en el pecho.



Y bien, esta es una colaboración entre esta menda y un nuevo Cuentacuentos, alguien que todavía no tiene carnet de socio pero está en ello.

Yo di la idea y cuatro frases, no conseguía encauzar la historia y él pillo la idea al vuelo, le dio su toque mágico y como si me leyera el pensamiento y lograra ordenar mi caos de ideas, le dio la magia final que habeis leído.

En realidad es su segundo contacto con Cuentacuentos, ya que me hizo el honor de escribir un relato con mi frase, aquí.

Os encantará leerle cada semana, os lo digo yo.

05 julio 2007

Cuentacuentos 37 (doble)

Este cuento es la tercera parte de una pequeña trilogía, la primera y la segunda, aunque creo que pueden ser leídos por separado las otras dos pueden aportar algo a esta tercera y última parte de un triángulo. Os lo digo porque creo que pocos las leísteis.


La mirada que le devolvió el espejo no era la suya,
o al menos no era la misma que le devolvía antes de aquella noche de sábado, y la primera vez que la vi reflejada al lado de mi imagen, sentí miedo, mucho miedo, del ser que estaba tras de mí, parecido pero totalmente distinto al hombre que había conocido.

Todo cambió aquella madrugada, y todo a causa de Laura.

Por fin sabía su nombre, después de tantas noches sabiendo que él perseguía su escurridiza presencia, por fin podía ponerle un nombre a su pálida cara, Laura, y cuando él me lo dijo, odié al instante aquellas cinco letras.

Tiempo después se preguntó a sí mismo por qué no había sentido miedo cuando la vio parada ante sí, cuando vio el terrible brillo en su mirada. Y mucho después de poder hacerse esa pregunta, seguía sin hallar la respuesta.

También me preguntó a mí si yo podía decirle por qué no había huido cuando la vio.
Y yo no supe qué contestarle, porque en sus ojos, ahora tan distintos de los que yo había conocido, vi que la amaba, la amaba a pesar de lo que ella le había hecho, a pesar de todas las cosas horribles que a causa de ella había tenido que hacer.
Quizá ella tuviese razón al decirle que solo le había dado lo que él había estado buscando.

Me dijo que cuando era un niño imaginaba que era un pirata cuando jugaba con su espada de madera, vi su cara crispada cuando acabó de contarme que se la había hecho su abuelo, y luego escuché con un escalofrío la profunda y hueca risa que soltó, "Yo ya nunca podré ser abuelo".
Quise consolarle acariciando su fría piel con mi mano, queriendo creer que en él todavía había algo de humano, y él me miró directamente a los ojos, y puedo jurar que vi entre los cristales de frío hielo que los poblaban una pequeña llama del amor que un día sintió por mí.

Y después me besó, alcanzando mi boca con esos movimientos imperceptibles que ahora le caracterizan, arañando mi labio inferior con sus afilados dientes, lamiendo luego la sangre que se deslizaba en pequeños hilillos hacia mi barbilla, haciéndome sentir un deseo de él como nunca había experimentado.

Sentí que la furia se apoderaba de mí. Laura, todo por culpa de Laura.

Nunca la he conocido, pero estoy segura de que ella a mí sí, porque a veces, después de sus fugaces visitas nocturnas, noto una presencia inquietante que me observa, parecida a la suya, pero mucho más aterradora, mucho más amenazante, una especie de frío glacial que me toca, me tantea, y me recorre la columna, una especie de aviso.

Creo que la asusta que pueda robárselo. Resulta irónico que lo crea, cuando fue ella la que me lo arrebató a mí de los brazos, la que lo embrujó con su silencioso canto, una noche en la ópera, la que lo va a tener por toda la eternidad.
Y lo cierto es que ya no es mío, no lo tengo ni siquiera en el transcurso de estas visitas nocturnas a mi cama, con las que por unos minutos vuelve a pensar que es humano.

Y todo por su culpa, por culpa de Laura.

(Lo siento, por un ataque de spam he tenido que eliminar la entrada y volverla a poner, al final voy a tener que poner lo de confirmación de caracteres, y eso que no me gusta)